El fuego se eleva, como las rocas en manos limpias
dispuestas a ensuciarse.
La sal es tan imperfecta que transforma sus descuidos en una
especie de belleza desordenada. La diversidad de sonidos confluye en un solo
suspiro que sale de su boca. Uno solo, radiante y oscuro.
El pelo cayendo al contacto frontal, mientras la cabeza de su
alma se proyecta contra el suelo. No es cansancio ni decepción, es placer. Es
la sentencia de lo eterno confluyendo con sus ojos al cerrarse.
Las manos ásperas y resecas, como hojas que por extraña
conmoción no se quiebran. Sobreviven al mandato natural porque fomentan la vida
en lo pasivo del otoño. Es como pintar un cuadro con colores arrebatados en un
día religiosamente gris.
Cuando el sentido intercostal explota se paraliza el tiempo.
Imaginen algo sencillo: una mujer de rodillas sobre una cama, encorvando su
especie hacia atrás. No hay nadie más, solo ella y el conjunto de sepias que
disfrazan la escena. En un determinado momento de quiebre el cuerpo no resiste
más y explota. Pero no literalmente, sino de manera poética; es sensacional.
Es un grito de libertad plasmado en la separación de las
extremidades, partiendo desde un centro y hacia puntos con una lejanía
equidistante. Un estiramiento profundo que ubica cada cosa en su lugar. Luego
el fin.
…
Mientras tanto, por acá, voy guardando mis alas. La marea se
mueve constante, y sería bueno dejarse caer, soltar su mano y cambiar de
desorden.