Me tiemblan mucho las manos, me está costando respirar.
Hacía mucho tiempo que no me sentía tan débil. Hoy no me levantan ni el café ni
el Madrid.
Me froto la cara en señal de “no sé que mierda”. Es que estoy desahuciado por los muchos placeres
que dejo sin convertir. Se quedan en el camino palabras y reuniones, trasnoches
y abrazos. Es la historia del otoño, la de todos los otoños azulados.
Esto no es para mí, me equivoqué de partido. No me gustan
las patadas imprevistas, tampoco caminar con los cordones desatados. Y no puedo
cambiar eso de esperar lo inobjetable,
por más que lo intento caigo en el mismo hueco.
Parece que es un poco prematuro ponerse a escribir, a pesar
de que las cosas salen mejor cuando están lastimadas. Claro, todavía veo el
rojo del asunto.
El sombrero me lo tengo que poner igual; dejé la piel, la
saliva y el estilo.
Sé que tengo resto y libertad, pero paradójicamente siempre
buscamos el rayo de luz más oscuro. En la rendija más lejana y mugrienta,
indagamos con ojo de gato para saber si somos más o menos valientes.
Nunca,
pero nunca, dejamos librado al azar el hecho de la paz emocional.
Lo acepto, me gusta el humo blanco pero más el circular del
cigarrillo, el que no tiene principio ni fin, de consistencia firme y con igual
presencia de dudas. Amo los problemas y las negaciones, quiero más a los
dolores que a los cantos alegres. Disfruto de la felicidad pero vivo buscando
el suelo. Tal vez porque ahí se puede plantar.
Suerte que hay
cuerdas, suerte que hay amigos.
Suerte que casi es mayo, y pronto llega el invierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario