No es sencillo imaginar a Cortázar entristecido al soltar la
mano de Aurora, para contraer matrimonio con la muerte. Más difícil resulta
graficar a Spinetta llorando por los rincones cuando tuvo que dejar de ver a
Cristina Bustamante, su primer gran amor. La envergadura de Perón siempre
evitará que lo pensemos con el corazón roto, al momento de la partida de Eva.
Todos sufren por amor. La diferencia que espigan los más
grandes artistas, de cualquier índole, es que mediante su arte trascendental abrazan
al dolor con una energía diferente. Y convertir el dolor en arte es el secreto
de la paz.
Hay momentos en la vida definitivamente hermosos, pero los
que realmente son fomentadores de la naturalidad humana son los dolorosos. Los
escabrosos, esos en los que no encontrás respuesta válida y culpás al destino,
convirtiéndote en un absoluto cobarde, como dice Ismael Serrano en su más
grande obra Amores Imposibles.
Cuando ingresás en esa
habitación de recuerdos teñida por momentos imborrables, como el día que ella
se sentaba en la reja delantera de una casa y vos desesperabas a las cuatro de
la madrugada, es difícil salir. No sabés si correr por donde entraste o si
seguir mirando las paredes para añorar lo perdido. Cerati viene por un momento,
y vos ponés canciones tristes para
sentirte mejor.
Seguir recordando se hace alimento de cada día. Desayunás
ese cigarrillo entre risas que fumaron en la plaza; almorzás un abrazo colgando
de un puente, cerca del parque; cenás besos y caricias en un futón que se robó
enero. En fin, los recuerdos son nutrientes. A veces se asimilan de la mejor
manera, y a veces no.
El próximo paso es la aceptación mezclada con bronca.
Dejaste la piel y más. No es aconsejable cuestionar a la vida, preguntarse ¿Porqué a mi? No es con vos, pibe.
Siempre es así. La mayoría de las veces te vas a estrellar contra el sol,
aunque hayas puesto de vos lo que jamás nadie puso por el otro.
Acá no
interviene la cuestión matemática, no hay promedios ni reglas. Hay elecciones…y
fuiste. O mejor dicho, no fuiste elegido. Y sería fácil poner sobre tabla la vida y sus injusticias, pero
seguirías siendo un absoluto cobarde.
El dolor es muchas veces presencial. Es más que un
infortunio el tener que presenciar la causa diariamente. En mi caso me
inquieto, me refugio en la altanería de cartón o me tomo una taza de café
mientras espero que me pida un poco. Me comienzan a temblar las manos a media
mañana y dejo salir ese estúpido orgullo que tan mal se lleva conmigo. Hay
momentos en los que te desconocés por completo.
Al final del dolor buscás una respuesta interna, el saber
porque mierda te duelen tanto las peripecias de la vida. Algunos encuentran
respuestas y otros no las encuentran porque las buscan en los demás. Yo soy de
esos, de los últimos, de los que dejan para el ocaso la propia comprensión.
Consigo algunos resultados cuando me siento a pensar, pero generalmente son
malos para la normalidad social. Simplemente me termino de enterar de que le
doy un gran protagonismo a la autodestrucción. Y creanmé, es absolutamente involuntario.
Volviendo al principio, sin ánimos de compararme con los
grandes artistas de la cultura popular, me refugio en la exploración de las
cualidades innatas que se alojan dentro mío. No me pregunten por qué, pero
salen en su totalidad cuando algo se rompe en mi pecho. Y ahí escribo. Es ese
el momento en el que mejor me desenvuelvo con la palabra. Algo tan
satisfactorio como la escritura, poética o como puta quieran llamarlo, sale de algo tan detestable como el amor
incompleto.
Todos conocemos el sufrimiento, donde nos diferenciamos es
en dejarlos ir o en convertirlos en una flor.
El dolor también me ayuda a entender que, como decía Marcel
Proust, “solo amamos aquello en que
buscamos algo inasequible”.
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