Un tipo que camina insensato y deslucido, pergeñando la
comida de mañana. Tantas horas va a pasar explicando a su pescuezo cosas que no
tienen sentido, que se va a cansar y tarde o temprano va a morir.
Y bien que le haría, ya no le dolerían ni las muelas ni sus
torpezas. Sería un niño de caramelo, certero y perspicaz.
Eso sí, no dejaría jamás de ser pedigüeño.
Tiraría por la borda cinturones y galletas de chocolate. Saltaría
de un risco a las praderas de la paciencia; esas que vemos en las películas
viejas.
Un carnaval de colores tibios, tímidos…de cuarta, donde
también pululan las almendras y las mujeres desgarradas por la obra del algún
autor.
Música desnuda, flores jugando a ser el sol y magia
convertida en tazas de café irlandés.
Puertas amarilla, o doradas…algo así. Encubriendo mentiras
celestiales y pudorosas, primas del pudor y la ingenuidad del ’66.
Caminaría con las manos, saludando a los árboles que con “cara
insatisfecha”, por no haber sido regados a tiempo, mojarían su cadera con un
trueno hecho rama seca.
Los testigos serían celestes y bien nacionalistas, por lo
que defenderían de manera tosca sus carretas de cristal.
Al final del camino un puente joven, algo inexperto y
testarudo. Filas de azúcar y gorriones con un cárdigan bordo, de filetes azul
sereno.
Alguien te puede preguntar “¿A qué viniste?”. Lo mejor que
podrías hacer es dejar la maleta y salir corriendo…detrás del corazón en
cuarentena que venís persiguiendo hace ya tiempo, hace ya muchos solsticios.
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