lunes, 5 de marzo de 2012

La cabeza se me estira...


Un fuego que se pierde como las tardes sin amigos.

Un tipo que camina insensato y deslucido, pergeñando la comida de mañana. Tantas horas va a pasar explicando a su pescuezo cosas que no tienen sentido, que se va a cansar y tarde o temprano va a morir.

Y bien que le haría, ya no le dolerían ni las muelas ni sus torpezas. Sería un niño de caramelo, certero y perspicaz.

Eso sí, no dejaría jamás de ser pedigüeño.

Tiraría por la borda cinturones y galletas de chocolate. Saltaría de un risco a las praderas de la paciencia; esas que vemos en las películas viejas.

Un carnaval de colores tibios, tímidos…de cuarta, donde también pululan las almendras y las mujeres desgarradas por la obra del algún autor.

Música desnuda, flores jugando a ser el sol y magia convertida en tazas de café irlandés.

Puertas amarilla, o doradas…algo así. Encubriendo mentiras celestiales y pudorosas, primas del pudor y la ingenuidad del ’66.

Caminaría con las manos, saludando a los árboles que con “cara insatisfecha”, por no haber sido regados a tiempo, mojarían su cadera con un trueno hecho rama seca.

Los testigos serían celestes y bien nacionalistas, por lo que defenderían de manera tosca sus carretas de cristal.

Al final del camino un puente joven, algo inexperto y testarudo. Filas de azúcar y gorriones con un cárdigan bordo, de filetes azul sereno.

Alguien te puede preguntar “¿A qué viniste?”. Lo mejor que podrías hacer es dejar la maleta y salir corriendo…detrás del corazón en cuarentena que venís persiguiendo hace ya tiempo, hace ya muchos solsticios.  

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